Comer en un restaurante del norte de Barranquilla se ha vuelto tan
costoso como en Nueva York. Eso no es ni bueno ni malo per se —es bueno
para los dueños y empleados de restaurantes, y malo para los clientes,
hay un equilibrio— pero cuando menos sí curioso. Barranquilla, al fin y
al cabo, aunque cuenta con excelente cocina, no cuenta con los salarios
de Nueva York, ni con las demás cosas que hacen que ciudades como esa
sean muy demandadas y, por lo tanto, caras: su vida cultural y nocturna,
su infraestructura y transporte, su arquitectura y organización, sus
generosas avenidas por las que, después de cenar, pueden pasear tanto
asalariados como millardarios sin temor a que los atraquen. Algo pasa.
Algo pasa también en la construcción. Mientras que, según cifras del
Dane, los costos de construir no han aumentado mucho —menos de un 5%
anual en los dos últimos años— el precio de un apartamento nuevo ha
subido hasta 80% en el mismo lapso. Aunque no hay escasez de terrenos,
ni zonas turísticas particularmente cotizadas, el precio de la tierra ha
aumentado hasta un 70%. Hace unas semanas en una reunión social me
llamó la atención que casi todas las conversaciones a mi alrededor
versaban sobre finca raíz. Todo el mundo hablaba como si fuera un
experto en el tema y se discutían como normales cifras que hace un par
de años nos hubieran parecido escandalosas: precios de metro cuadrado de
4 y 5 millones de pesos. Recuerdo que se escuchaba exactamente lo mismo
—todo el mundo era un experto, y valores escandalosos se habían vuelto
normales— en las reuniones sociales gringas justo antes del reventón de
la burbuja inmobiliaria en 2007.
Durante una burbuja anterior, la de los títulos de las compañías
‘punto-com’ en la década de los 90, el entonces director de la Reserva
Federal de EU, Alan Greenspan, usó la expresión “exuberancia irracional”
para describir el insólito comportamiento de sus conciudadanos, que
invertían todos sus ahorros en empresas sin utilidades demostrables.
Algo similar parece estar pasando aquí, pues mientras nuestros precios
se disparan, la realidad subyacente —“los fundamentales”, como dicen los
financieros— sigue siendo la misma, con todas sus carencias y defectos.
¿De dónde vendrá la creación real de valor que justifique esos precios?
Si descontamos los efectos de la minería en nuestras cifras nacionales,
el crecimiento de la economía colombiana es muy pobre. Nuestras
burbujas se han inflado por una mezcla de carbón, petróleo y
expectativas vaporosas.
Por eso aterra lo que pueda pasarle a la economía local si esas
expectativas se corrigen, o si se frena la demanda global de materias
primas —algo que ya está anunciado por muchos analistas—. Miles de
familias podrían quedar con propiedades sobrevaloradas y deudas
difíciles de pagar. La nueva ley de insolvencia hará muy compleja la
recuperación total de muchas de esas acreencias. Se puede producir un
efecto en cadena que desmienta a quienes nos han insistido que estamos
‘blindados’ o ‘desacoplados’ ante la crisis global. Y como el país no se
ha preocupado por desarrollar otras fuentes de crecimiento distintas a
la explotación del subsuelo, la recuperación será lenta e incierta.
Por Thierry Ways
@tways / ca@thierryw.net
@tways / ca@thierryw.net
No hay comentarios:
Publicar un comentario